Yo tenía un gatito blanco, precioso, con pelo abundante y suave como el cachemir. La noche en que maté a papá me observó con gesto impasible desde un rincón, y vino luego a lamer la sangre del hacha. Me tuvo seis días y siete noches despierto con sus chillidos y su continuo frufrú en la puerta del cuarto de papá. Al fin decidí matarlo con un hachazo en el cuello y le saqué la piel para guardar el pelo suave y venderlo. Compré con el dinero que saqué un aparato de música para entretenerme las noches.
—Roberto —habló la voz de mi padre a través del aparato, y eché a temblar. —Aquí hace frío. No hay nada, no hay más allá. No hay Cielo, Roberto, sácame de aquí.
Y el gato me miraba al otro lado de la ventana, despellejado, cubierto en sangre, y se lamía la patita. Abrí los tablones de madera para sacar el cuerpo, y ahí estaba el gato, vivo, me miró y comprobé que le crecía pelo rojo como sus músculos. Hace días que aparecen regalos frente a mi cuarto, como los gorriones, varias ratas y ese bebé, ese bebito hinchado. Que alguien adopte al gatito escarlata…
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