And do you brush your teeth before you kiss? Do you miss my smell? What about me? What about me? What about...?


Va dejando trozos de él por todas partes. Algún día desaparecerá conforme anda.

martes, 7 de octubre de 2008

True blood (1)

Querida Charlotte:

Como lo prometido es deuda, aquí tienes mi carta estival tras el fracaso que supusieron las tres anteriores; no creas que no espero tu respuesta. Sólo te voy a pedir algo que considero innecesario, y es que creas cuanto te cuento a continuación como yo creí tu historia de la bailarina en la casa abandonada. Comienzo por el mismísimo principio. Charlotte, ¡cómo te echo de menos, a ti y a toda la familia Hurel! Espero poder regresar pronto, no ya a estudiar pero sí a veros y pasar varios días en Rennes, lejos de la locura en la que se ha transformado toda la estepa.
A mí nunca me han importado las diferencias de edad, ya sabes, pero cuando le dije que doscientos años era demasiado se puso hecho una fiera, que lo que yo era es una hipócrita, que lo miraba todo con lupa, hay que joderse, ¡pues no va luego el tío y se larga un salto de cinco metros que me dejó a mí plantada, a dos velas y muda como nunca lo he estado! Pero no, no fui detrás de él suplicando. Después de todo apenas nos conocíamos, y la última impresión que quería darle era la de estupidez.

Cuando vi por primera vez luces encendidas en la casa de enfrente me despertó la curiosidad. Después de todo, la ciudad más cercana se encuentra a media hora en coche y aquí no hay más familia que la mía. De hecho, la primera luz en encenderse fue la del cuarto de Edward. Llegaron en mitad de la noche y los focos de la furgoneta familiar —que no era precisamente silenciosa— invadieron con su fulgor blanco la oscuridad de mi cuarto. Me levanté y observé mientras descargaban las primeras cajas; se encendió una luz en el piso de arriba, justo la ventana opuesta a la mía. Al cabo de unos minutos apareció al otro lado del cristal un joven que intentaba con poca fortuna cambiarse de ropa, ya que el jersey se le quedó atascado a la altura del hombro. Estaba casi segura de que no me podía ver con la luz apagada, y con la luz apagada permanecí cerca de una semana con el único propósito de descubrir al nuevo vecino que, como cualquier adolescente, no hacía más que pasearse sin camiseta, de vez en cuando hacer abdominales o flexiones y, muy de vez en cuando, leer alguna revista en su cama. No obstante, había algo inquietante en él. Fuera la hora que fuera, siempre lo encontraba despierto en su dormitorio, en ocasiones mientras hacía dibujos con un dedo y vaho sobre el cristal. La noche en que Vika se quedó a dormir en casa, se percató de otra cosa bastante distinta:

—Tiene que ser mayor. Y es inquietante. Fíjate, si ni siquiera se hace pajas.

—Puede que todos los tíos no se ocupen todo el tiempo de lo mismo.

—Nadia, por favor… —protestó con gesto de paciencia agotada. —Tú conoces muy bien a mi hermano.

—Ya, pero lo mismo este tipo es distinto.

—No sigas por ahí—advirtió tajantemente. —Pero es guapo, y además se ha mudado frente a tu casa, justo frente a tu cuarto. Puede que se trate de una señal del destino. O lo mismo es porque yo tengo que conocerlo o…

—¿Ya has vuelto a ver Serendipity?— corté sin concesiones.

Vika siempre ha sido así, cuando se le ocurre algo es incapaz de contener sus pensamientos, así que acaba soltando una verborrea que la mayoría de las veces no tiene sentido, pero nos conocemos, y yo sé cuándo no vamos a ninguna parte. Charlotte, contigo esto no me pasó ni una sola vez. Siempre nos entendíamos a la primera. No sabes las ganas que tengo de que vengas ya. Pero bueno, mejor te sigo contando.

Pasé más noches observando el cuarto del nuevo vecino; más tarde me enteré de que se llama Roger. Por cierto, a los pocos días desapareció Bigotes y empezamos a encontrar topillos muertos alrededor de toda la casa, pero el gato no ha vuelto a aparecer. Mi madre está muy afectada, son muchos años ya… Una tarde, al salir de casa, me encontré de frente con Roger. Entonces me di cuenta de lo blanca que tiene la piel, y de unas marcas circulares, como tatuajes, que tiene en las palmas de las manos. Me saludó con un seco hola y se fue en bicicleta. Pero lo mejor viene ahora, porque en cuanto desapareció en la estepa se volvió a abrir la puerta de su casa y apareció su madre.

—Hola —saludó. En el buzón sólo había escrito un apellido: Kroke.

—Buenas tardes —respondí, y a punto estuve de corregir al ver que de día quedaba poco más que el vestigio de la última luz grisácea.

—¿Qué hacías con Roger?

—¿Cómo…?

—No disimules, sé quien eres. Eres la chica de la casa de enfrente. Te he visto vigilarnos.

—Disculpe, no pretendía entrometerme ni nada por el estilo. Pero no sé quién es Roger.

—Roger es mi hijo, el que acaba de salir. Bueno, no es realmente mi hijo, somos su familia de acogida. Él viene de muy lejos, y al trasladarse a Rusia para estudiar necesitaba una familia de acogida y nosotros fuimos los escogidos. Maldito el día… ¿Sabes? Yo que tú me andaría con cuidado, Roger no es lo que parece. Él hace cosas malas, ¿entiendes?—preguntó, y el modo en que pronunció cosas malas me produjo un escalofrío de dentro del pecho hasta la columna.

—¿Cosas malas? —pregunté yo como una estúpida. —No sé a lo que se refiere… pero me andaré con cuidado en todo caso. Gracias, señora.

Me echó una mirada escéptica, sonrió para sí misma y me agarró con las dos manos.

—Ven, tienes que ver algo… —dijo.

Acto seguido abrió la puerta y me invitó a entrar. La casa era tan vieja como la mía, con las paredes cubiertas por un papel amarillento que comenzaba a desdoblarse por las esquinas. Todo estaba muy oscuro, la noche ya había caído.

—Vamos, aprisa —me apremió con un fuerte susurro.

Subimos la escalera enmoquetada hasta una segunda planta más pequeña y oscura que la primera. Había dos puertas de madera enmohecida.

—Éste es su cuarto —anunció mientras habría con una llave oxidada. —Todo es muy viejo aquí, y no consigo que se vaya este olor.

Efectivamente, el aire estaba enrarecido, pues olía a cerrado, a materiales viejos y en descomposición, a polvo acumulado y a algo más. La habitación era del tamaño que imaginaba, y olía mucho a cera derretida. La mujer encendió un quinqué oleoso, y por un instante fue como si todo cambiara a la luz de la llama naranja y cobrara vida con el movimiento de las sombras. Se dirigió a un escritorio ante la ventana desde la que se veía mi cuarto e iluminó varios montones de cuadernos y hojas manuscritos, así como varios libros forrados en piel de aspecto viscoso y realmente desagradable. Leí los títulos, aún los recuerdo por su rareza: Necronomicón, Daemonolorum y De Vermis Mysteriis. Había, además, montones de velas por todas partes: unas sobre los muebles, otras sobre el suelo, enteras, derretidas, de todos los colores… pero lo que más me llamó la atención fue una foto suya con una sotana y alzacuellos.

—Vámonos de aquí, no quiero que nos encuentre husmeando entre sus cosas. No sé de lo que sería capaz —advirtió.

Bajamos las escaleras y me condujo a un salón pequeño y recargado. Todo estaba lleno de jarrones y animales disecados. Junto a la ventana había un sillón grande, con brazos altos. Cuando me acerqué pude ver a un hombre —o lo que quedaba de él— apoltronado y con la vista perdida en algún punto más allá del cristal polvoriento.

—Éste es mi marido. Se llama Hugo, perdona que no te preste atención, él lo dejó así. Enloqueció, mi Hugo.

—No pasa nada… —comenté por pura cortesía.

Fue entonces cuando me fijé. Vi los ojos en blanco y todas las marcas de la cara, como pequeños círculos morados. Hugo babeaba por la comisura del labio, y entonces comenzó a hablar con voz grave.

Me asustó su modo de expresarse casi antinatural. Sólo pronunciaba nombres, pronombres y adjetivos con ese mismo tono monótono y grave.

—Fueron esos libros. Una noche, cuando él salió, entramos en su cuarto y Hugo abrió los libros del escritorio. Se volvió loco, por la noche me hizo cosas que nunca había hecho y habló en una lengua extraña, animal.

Ese hombre de pelo cano y mirada perdida tenía cuarenta y ocho años, como descubrí con asombro poco más tarde. Yo misma vi la documentación que lo acreditaba, pero aparentaba al menos sesenta años mal llevados.

Por la ventana llegó una luz titilante que parecía hacerse cada vez más grande, como la que proyectaría la dinamo de una bicicleta.

—¡Vamos, corre! —apremió la mujer a la vez que amontonaba un puñado de papeles en una carpeta destartalada.

Llegué hasta la puerta en tres saltos justo para ver llegar a mi padre en su moto. No hacía ruido porque bajaba en punto muerto por la cuesta. Entré con él en casa y me encerré en el dormitorio a observar la llegada de Edward. Cuando entró en su casa pude ver la silueta de su padre en la ventana; ahora todo era distinto, cada imagen que antes me parecía normal ahora guardaba un cariz espeluznante, sobre todo si pensaba en los señores Kroke.

De todos modos no hablé con Edward hasta tres días más tarde. Nos volvimos a encontrar bastante tarde, cuando yo venía de un bar. Abrió su ventana, saltó y cayó
de pie.

—Hola, vecina—me dijo.

—Hola, me llamo Nadia.

—Yo soy Edward, aunque lo mismo ya sabes cómo me llamo.

—Kroke, Edward Kroke, ¿no? Es que un día vi a tu madre.

—No, sólo Edward Stanniford. Ésa no es mi madre, sólo son una de esas familias que ofrecen su casa para acoger estudiantes, y por eso estoy aquí —explicó.

Con la poca luz de la noche lo observé con atención. Es muy atractivo, más de lo que pensaba Vika. El pelo muy negro y revuelto, medio de punta, y la cara como el resto del cuerpo, largo y espigado. Tenía, eso sí, la piel muy clara, casi blanca, pero no ese tipo de blanco lechoso y asqueroso que tienen algunos tíos gordos, porque Edward es puro músculo a simple vista.

—No te conviene mucho caminar sola a estas horas.

—¿Eso es una amenaza?

—Tómalo como un consejo y una advertencia, Nadia. Cualquier criatura podría atacarte…

—¿Cómo qué? Yo aún no he visto ningún león en la estepa, y que yo sepa tú tampoco eres lo suficientemente mayor como para andar solo.

—Nadia, tengo doscientos treinta y cinco años.

En ese momento juro que le creí, y cuando saltó varios metros hasta encaramarse al árbol grité, pero alguien me tocó el hombro. No era él, hubiera sido demasiado extraño hasta para la situación. Era Vika. Le conté lo de Edward y se volvió casi loca. Empezó a llamarlo a voz en grito, provocándole cada vez más. Él nos dirigió una mirada furibunda y de otro salto se plantó ante nosotras, momento que Vika aprovechó para esconderse en mi casa.

—Es guapa. Tu amiga. ¿Cómo se llama?

—¿Eh…? Se llama Vika, Vika, sí.

—Vika… —repitió con una sonrisa de medio lado. Estaba tan sexy.

—Si quieres te la presento —propuse.

—O tal vez podíamos conocernos nosotros un poco mejor, Nadia.

Juro que se me paró el corazón y no supe qué decir. Nos quedamos callados al menos veinte segundos uno frente a otro.

—Eres valiente, Nadia. ¿Verdad?

—Bueno, yo… —No sabía a dónde quería llegar.

Lo dejé donde estaba y subí corriendo a mi cuarto. Esa noche se desnudó en su cuarto para mí, y desde entonces no pienso más que en él.

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